lunes, 6 de febrero de 2017

Sobre la censura y otros espectáculos

* Publicado originalmente en Rumbo Económico el 12 de diciembre, 2016 (enlace: http://rumboeconomico.com/2016/12/12/sobre-la-censura-y-otros-espectaculos-por-gabriela-rodriguez-pajares/

El espectáculo escenificado durante las últimas semanas en el gran teatro de la política nacional nos ha demostrado una vez más la decadencia de una clase dirigente que acaso porque ya poco pueda sorprendernos no deja (y no deba dejar) de indignarnos. En ese sentido, la teatralización de lo absurdo que supuso la interpelación al ministro de Educación Jaime Saavedra y lo que promete ser su continuación- si es que antes no es apartado del cargo por el propio gobierno-, la votación de la moción de censura, constituye otra clara expresión de la manera en que un Congreso que es ejemplo de casi nada se abastece con las armas que la propia Constitución provee para socavar lo que, en primera instancia, esta debería garantizar: la institucionalidad del Estado.

Por supuesto, aun cuando lamentable, este espectáculo dista de ser original, pues actualmente Brasil nos provee de otro ilustre ejemplo sobre el uso perverso de mecanismos constitucionales para fines personales. Solamente recordemos que Dilma Rousseff fue destituida a partir de un proceso abierto y atentamente seguido por un Congreso, más de la mitad de cuyos miembros tienen causas pendientes con la justicia que van desde acusaciones de involucramiento en casos de corrupción hasta la práctica de tortura y homicidio culposo[1]. Muchos de esos cargos están relacionados con la gran red de corrupción del caso Lava Jato, investigado actualmente por la justicia brasileña en un megaoperativo que ya ha visto caer cabezas y promete cortar muchas más, con motivo del reciente acuerdo al que se ha llegado con directivos de Odebrecht. 

Salvando las distancias, en ambos casos un Congreso en el que campea la corrupción juzga a un Ejecutivo, que no exento de responsabilidades o faltas políticas, es atribuido con acusaciones que constituyen dudosas causales de remoción del cargo. En cuanto a la destitución de la ex presidenta de Brasil, se le acusó de alterar las cuentas públicas para cubrir el déficit y equilibrar los balances presupuestarios. Ante esta medida, aun cuando atentatoria de la ley de Responsabilidad Fiscal, muchas voces declararon su disconformidad con el principio de proporcionalidad que implicaba que delitos fiscales recibieran la misma sanción que delitos mayores que supongan, incluso, la subversión del Estado de Derecho[2].

En el caso peruano, un ministro pretende ser removido, alegando responsabilidad política por las demoras en las obras para los Juegos Panamericanos a realizarse en nuestro país en el 2019, así como por la compra irregular de computadoras para este sector. Así, el pliego interpelatorio, centrado en estos dos temas, no tocó otros aspectos fundamentales de su función como encargado de la cartera de Educación. Tal como a Rousseff no pudo imputársele una participación directa en casos de corrupción, aun cuando buena parte de su partido se encuentre embarrado en la trama de sobornos de Petrobras, al ministro de Educación tampoco ha podido demostrársele una participación directa en los casos de corrupción e irregularidades al interior de la cartera que dirige y que tanto ha consternado a fujimoristas y apristas.

En Brasil, aproximadamente el 50% de los miembros de la Cámara Baja se encuentra involucrado en causas judiciales. Eduardo Cunha, el todopoderoso ex presidente de dicha cámara que  dio curso al proceso de impeachment, perdió su condición de diputado, y junto con ello también el aforamiento que lo protegía de la justicia, lo que permitió que recientemente fuera arrestado ante las contundentes evidencias de su participación en casos de corrupción y lavado de dinero[3]. En cuanto al Senado, que en las últimas semanas ha pasado a situarse en el foco de la tormenta, el 60% de sus miembros tienen cuentas pendientes con la justicia, mientras que su controvertido presidente, Renan Calheiros, ha sido acusado por el Tribunal Supremo de peculado, tráfico de influencias y recepción de sobornos.

En cuanto al Perú, es bastante conocido que varios integrantes de la bancada de Fuerza Popular, principal partido promotor de la interpelación al ministro Saavedra y de la moción de censura presentada el viernes pasado, mantienen estrechos vínculos con instituciones que ven en la Ley Universitaria un obstáculo para continuar lucrando en detrimento de la educación de una juventud con expectativas de superación. Como señala un reciente informe del portal de investigación Ojo-Público: “La guerra contra la reforma educativa se pelea en el Congreso, pero la agitan los dueños de las universidades privadas que temen perder parte de los millonarios ingresos que obtienen al abusar de las exoneraciones tributarias que mantienen desde hace 20 años.” Es así que bajo la nueva Ley Universitaria, “las 50 universidades privadas creadas como empresas lucrativas no podrán pedir la reducción de su impuesto a la renta porque ninguna ha completado la acreditación”, y, además, se buscará fiscalizar “los excedentes de dinero que reciben las 41 universidades sin fines de lucro, beneficios que han servido para que algunos rectores y empresarios incrementen su patrimonio personal”[4].

Sin pretender equiparar las implicaciones de la destitución de un Jefe de Estado con las de un miembro del gabinete ministerial, existe un punto en común: el aprovechamiento político de un recurso constitucional por parte de los congresistas para salvaguardar intereses personales que lejos se encuentran de su función pública como representantes por mandato popular. Ciertamente, a diferencia de la remoción de Rousseff, los efectos de la partida del ministro Saavedra no conducirían a una crisis gubernamental de grandes proporciones. Más aún, habría que partir por admitir que ningún funcionario, a excepción del propio Jefe de Estado en un régimen presidencialista, es imprescindible. Así, se puede conceder algún crédito a quienes consideran exagerada la defensa del ministro por parte del gobierno y que alegan la conveniencia de su renuncia para atajar el conflicto que su presencia atiza cada vez más entre los dos poderes del Estado.

Pero el problema trasciende a la presencia del ministro en el gobierno. Se trata de una situación en la que una bancada con mayoría absoluta en el Congreso pretende sobrepasar al gobierno e imponer su propia agenda. No se trata de representar aquí un escenario maniqueo en el que solo hay buenos y malos. Nada más alejado de la realidad. Hasta el momento, el gobierno ha dado varios motivos para ser cuestionado, pero ojalá las explicaciones requeridas por la oposición, específicamente Fuerza Popular y el APRA, se orientaran a esos casos que merecen ser esclarecidos. El punto es que la bancada fujimorista se ha propuesto complicar la gobernabilidad de esta gestión y entorpecer el normal funcionamiento de la  administración pública si es que las medidas implementadas por el Ejecutivo en funciones no se corresponden con las directrices de su propia agenda.

Personalmente, considero que aquí no hay víctimas. Tampoco creo al ministro Saavedra una víctima de la vesania fujimorista, quien va al Congreso como cordero al matadero. Al fin y al cabo, el gobierno debería estar preparado para responder cuando fuera necesario, después de que todo intento de diálogo resultara infructuoso. No creo que Jaime Saavedra merezca ser censurado, pero, finalmente, su permanencia en el gobierno no es lo que más me preocupa, sino lo que su partida puede representar. Esto es, cinco años de entrampamiento y bloqueo institucional como chantaje por parte de una mayoría en el Congreso si es que el Ejecutivo no actúa de acuerdo con sus directivas y no satisface, aunque sea parcialmente, sus requerimientos. Cinco años en los que más que negociar, el gobierno se va a ver impelido a ceder. Porque el problema no es que un ministro, aun con la evaluación de una gestión que demuestra algunos activos a destacar, se marche. El riesgo es precisamente la deformación de la institucionalidad democrática desde dentro, empleando las mismas herramientas que esta provee para fines diametralmente alejados del propósito para las que fueron creadas. Resulta peligroso porque es el tipo de transgresión sutil que nos mantiene en el prolongado vaivén entre los temores del pasado, las promesas dudosas del presente y las expectativas poco claras del futuro.

Después de Fidel

* Publicado originalmente en Rumbo Económico el 4 de diciembre, 2016 (enlace: http://rumboeconomico.com/2016/12/04/despues-de-fidel-por-gabriela-rodriguez-pajares/

El fallecimiento de Fidel Castro, como era previsible, ha conllevado múltiples reacciones entre las cuales no han abundado precisamente el análisis desapasionado y el juicio equilibrado. Se comprende que un personaje de su complejidad y cuyas acciones impactaron de diversas formas a generaciones enteras más allá de las fronteras de la isla suscite, asimismo, las más variadas respuestas. Así, por ejemplo, frente a las muestras de júbilo de un sector de la comunidad cubanoamericana de Florida, una respuesta más mesurada, también al interior de la oposición cubana, provino de las Damas de Blanco[1].  Ya fuera porque en su caso la prudencia se justificaba más por su condición de oposición interna que podía ser objeto de las represalias por parte del gobierno o porque decidieron ser consecuentes con su alegato de que respetaban el duelo y no celebraban la muerte de ningún ser humano, se trató de una respuesta más prudente ante lo que, al fin y al cabo, fue, efectivamente, la muerte de un ser humano, muy al margen de la naturaleza de sus actos en vida.

Simpatizantes, detractores y actores diversos de la escena nacional e internacional han tenido algo que decir frente a la partida de quien, más allá del juicio con el que se le puede valorar, es reconocido como un protagonista clave de la historia reciente. Y es que su deceso conlleva implícitamente una evaluación de los efectos que tendrá para lo que constituye un factor fundamental en la política cubana: su relación con Estados Unidos. Así, muchos consideran que con Fidel expiró el principal o uno de los más significativos obstáculos en la democratización de la isla y en el proceso de normalización de relaciones con Estados Unidos. Otros, por su parte, alegan que el gobierno de Raúl Castro supone una continuación del régimen dictatorial implantado por su hermano y que no se ha dado cambios sustanciales que justifiquen el cambio de enfoque de la política estadounidense hacia La Habana.

Junto con la partida del líder de la revolución cubana, otro elemento se contempla en la proyección de las relaciones entre ambos países en los próximos años: la política que adoptará Donald Trump hacia Cuba. El presidente electo ha sido errático en sus declaraciones sobre la forma en la que piensa abordar esta materia, aun cuando en los últimos tramos de la campaña se decantó por un discurso más altisonante con el fin de que resultara atractivo a la comunidad cubanoamericana conservadora, posición que parece mantener desde entonces y que supone un mal augurio para la continuación del proceso de normalización de relaciones bilaterales anunciado en diciembre del 2014.

En ese sentido, hay que tener en consideración que un factor determinante en el giro que ha tomado la relación entre ambos países fue la voluntad de Estados Unidos de reorientar una situación que se tornaba estática por la incapacidad de ambos gobiernos de emprender pasos significativos. Así, William LeoGrande y Peter Kornbluh, en su estudio reciente sobre la historia de las negociaciones secretas entre Washington y La Habana (LeoGrande y Kornbluh. Diplomacia encubierta en Cuba, 2015), sostienen que una característica de estas negociaciones había sido la indisposición para adoptar actos unilaterales inmediatos e importantes que dieran cuenta de un auténtico interés por superar el entrampamiento en el que se había caído una y otra vez durante más de medio siglo.

Obama, luego de un comienzo vacilante, en su segundo gobierno decidió romper con el círculo vicioso del enfoque quid pro quo que había formado parte de la política oficial de Estados Unidos y que había resultado, a todas luces, tan ineficaz como el embargo. Esto es, en lugar de continuar con la línea de sus predecesores, que más allá de los cambios cosméticos en la retórica adoptada por cada administración, había supuesto siempre la imposición de condiciones previas al gobierno cubano solo a partir de cuyo cumplimiento podían considerar retomar las negociaciones que llevaran a un restablecimiento de relaciones, Obama resolvió prescindir de dichas negociaciones condicionadas y del acercamiento gradual para llevar a cabo aquel “golpe de audacia” que se necesitaba para resquebrajar el anquilosado armazón formado en medio siglo de permanente colisión. Así, el golpe debía provenir fundamentalmente de Estados Unidos porque, además de ser, por mucho, la parte fuerte de la disputa, Cuba no había impuesto una precondición ante la cual podía resultar tan difícil transigir como la exigencia de un cambio de régimen. Y si se cuestiona el hecho de que Estados Unidos decida tolerar el carácter autoritario del régimen y las restricciones a los derechos y a las libertades de su población, habría que recordar que, en varios casos, estos no han supuesto impedimentos suficientes para el forjamiento de alianzas estratégicas.

Pero hay que tomar en cuenta, asimismo, que Obama podría no haber asumido este replanteamiento en su política hacia Cuba si es que no existiesen las condiciones para ello en el ámbito de la política interna. Pero el caso es que actualmente la hostilidad de la comunidad cubanoamericana a un restablecimiento de relaciones con el gobierno cubano se ha visto mitigada a partir de la disposición de los más jóvenes para asumir una posición más moderada y un juicio más sobrio con respecto a las generaciones mayores, en su mayoría, conservadores republicanos muy inflexibles en su oposición al régimen castrista. Es por ello que LeoGrande y Kornbluh alegan que la actitud de las sucesivas administraciones en Estados Unidos ha estado orientada en mayor medida por el interés político de atraer los votos electorales de un estado clave como Florida, lo que ha incentivado la perpetuación de una conducta hostil hacia La Habana.

Algunos indicadores dan cuenta de este cambio al interior de la comunidad cubanoamericana. Según la última encuesta anual de la Universidad Internacional de Florida a cubanoamericanos residentes en el Condado de Miami-Dade[2], el 81% de los encuestados considera que el embargo no ha funcionado “de forma alguna” (60.2%), o “no muy bien” (21.3%). De forma coherente con esta opinión, una mayoría (63.2%) aboga por ponerle fin y por expandir las relaciones económicas entre compañías estadounidenses y la isla (57%). Además, un 64% apoya la nueva política de Estados Unidos hacia Cuba iniciada por la administración Obama y un porcentaje similar (65%) se expresa en favor del restablecimiento de relaciones diplomáticas. En todos los casos, son las generaciones más jóvenes las que se muestran más dispuestas a la apertura de relaciones y que constituyen un apoyo más sólido al replanteamiento de la política estadounidense.

Es precisamente este cambio sustancial al interior de la política interna de Estados Unidos lo que supone, a mi parecer, la mayor esperanza en la continuidad del proceso inaugurado por la administración de salida, aun cuando el futuro no parezca tan promisorio dadas las declaraciones del candidato electo, así como la impericia e imprudencia que hasta el momento ha mostrado en cuanto a política exterior. Así, al contrario de lo que ocurría en el pasado, cuando el presidente de turno se veía impulsado a adoptar una posición inflexible para no afectar sus expectativas electorales y las de su partido, actualmente no parece existir ese incentivo en el mismo grado. Podríamos esperar, entonces, que Donald Trump revise sus últimas afirmaciones y decida continuar con el restablecimiento de relaciones.

De esta forma, la partida de Fidel nos lleva a reflexionar sobre la historia de las relaciones entre ambos países, y es precisamente esa reflexión del pasado lo que nos permite reconocer la particularidad de las circunstancias actuales. Fidel fue uno de los artífices en la formación del armazón que ha empezado a agrietarse. Su influencia perdura y ciertamente permanecerá, pero así como la historia se construyó con él, continuará construyéndose en su ausencia, modelada ahora por las nuevas generaciones que conforman el principal agente de cambio… Esperemos.

François Fillon: ¿la mejor carta de Los Republicanos?

* Publicado originalmente en Rumbo Económico el 28 de noviembre, 2016 (enlace: http://rumboeconomico.com/2016/11/28/francois-fillon-la-mejor-carta-de-los-republicanos-por-gabriela-rodriguez-pajares/)

Después de las victorias del Brexit y de Donald Trump, los procesos de elecciones que tendrán lugar en Europa durante lo que queda de este año y a lo largo del próximo concitan gran interés. Estos han sido vistos como indicios claros de que lo que alguna vez supuso una amenaza latente, pero que se creía lejana- por ocurrir en ciertos países de Europa que alguna vez pertenecieron a la órbita soviética y, por lo tanto, con una larga tradición autoritaria-, se torna cada vez más en una característica común del escenario actual también en los países de Europa Occidental que se precian de su tradición democrática y liberal: la expansión y el fortalecimiento de los movimientos y partidos políticos de ultraderecha que enarbolan el populismo, la xenofobia y el racismo como instrumentos de lucha política. En ese sentido, para muchos, uno de los grandes retos en la actualidad es atajar la ola de populismos de ultraderecha que se proyectan con probabilidades de ocupar espacios cada vez más importantes en la política nacional y regional, y que podrían llegar a convertirse próximamente en gobiernos democráticamente elegidos.

Es en este contexto que en Francia se inicia un proceso de primarias marcado por una consigna clara: elegir a un candidato que permita contrarrestar a Marine Le Pen, líder del Frente Nacional, quien, según los pronósticos, tendría asegurado su pase a la segunda vuelta. Dada la extremadamente baja popularidad de François Hollande (alrededor de un 4%[1]), que impacta negativamente las expectativas de los socialistas de competir en la segunda ronda, las miradas se han dirigido hacia los republicanos, cuyo candidato será el posible adversario de Le Pen. Ante el anuncio de la victoria de François Fillon en las elecciones que se llevaron a cabo el día de ayer, cabe discutir cuál de los dos candidatos que disputaban la segunda vuelta, el centrista Alain Juppé y el católico conservador Fillon, resultaría una mejor opción para frenar el avance del Frente Nacional.

A pesar de la disyuntiva que supone, este escenario no es inédito en Francia. Recordemos que recientemente, en el 2002, los franceses tuvieron que elegir en una segunda vuelta entre la centro-derecha de Jacques Chirac y la ultraderecha de Jean-Marie Le Pen. El primero derrotó estrepitosamente al segundo por un amplio margen, mayor a 60 puntos (82.21%-17.79%[2]). Así, el voto de Le Pen se incrementó en menos de un punto (de 16.86% a 17.79%), mientras que el de Chirac pasó de 19.88% a 82.21% (+62.33), lo que implica que la exorbitante mayoría de votos dispersos durante la primera vuelta se concentraron y se erigieron en un bloque sólido para frenar al que consideraban el peligro mayor. En ese sentido, la segunda vuelta supuso la elección del “mal menor”, aun con todas las reticencias que el electorado a la izquierda de Chirac pudiera albergar.

Entonces, tomando como punto de referencia las elecciones del 2002, podría reflexionarse acerca del perfil del candidato que supondría un mejor competidor frente a una ultraderecha fortalecida. Aun cuando algunos podrían alegar que la moderación y la posición centrista de Juppé constituían activos importantes, pues habría tenido la capacidad de atraer con mayor facilidad el voto de la izquierda, también es posible considerar que, al mismo tiempo, dicha orientación centrista podría resultar perjudicial. Este segundo escenario debe tomarse en cuenta si se considera el análisis de Michael Laver, Kenneth Benoit y Nicolas Sauger sobre las elecciones del 2002[3]. Según este estudio, el principal error de Lionel Jospin, candidato de los socialistas, fue moderar su discurso con respecto a la plataforma de su partido y orientarse notoriamente hacia un centro tugurizado, alejándose de sus bases. Así, Jospin desestimó una estrategia importante en los sistemas electorales que contemplan dos vueltas: la primera debe servir para asegurar el electorado que conforma las bases del partido y la segunda para expandir el campo electoral, al captar el voto restante que queda del descarte del bloque de candidatos de la primera vuelta.

Por lo tanto, Jospin jugó mal sus cartas, pues la moderación de su posición durante la campaña para la primera vuelta conllevó la disgregación del voto entre otros candidatos cuyas posiciones también los ubicaba más cerca del centro del espectro político. Chirac, por su parte, sí cumplió con esta condición, esgrimiendo un discurso que lo situaba incluso más a la derecha de la plataforma de su partido, asegurando, así, el apoyo del electorado conservador que constituía su base, lo que, en última instancia, implicó que consiguiera los votos necesarios para pasar a una segunda vuelta. En un electorado que, en general, tendía a converger hacia el centro, resultaba predecible que los votos flotantes se orientarían en masa hacia el candidato que menos se alejara de dicha ubicación, es decir, Chirac.

Siguiendo esta lógica, una presunta elección de Juppé habría supuesto una apuesta menos segura, sobre todo, teniendo en consideración un contexto diferente en el que la volatilidad del voto se ha convertido en un elemento constante del escenario político actual. Así, la coincidencia de la agenda política de Juppé con otros candidatos liberales de centro, como Emmanuelle Macron- quien ya ha anunciado su postulación a la presidencia como candidato independiente- podía llevar a una fragmentación del voto que pondría en entredicho, incluso, su capacidad para superar la primera vuelta. Y en el eventual caso de que lo consiguiera, podría, asimismo, suponer una debilidad ante una ultraderecha fortalecida, un electorado desencantado (según un sondeo reciente de Ipsos/MORI, un 89% de los franceses se encuentran descontentos con la situación de su país[4]) y, aparentemente, más alejado del centro con respecto a 15 años antes.

Fillon, por su parte, con un perfil de liberal económico, conservador en lo social y duro en temas que se encuentran entre las principales preocupaciones de la sociedad francesa como la inmigración y los refugiados, constituiría una opción más segura, que permitiría asentar el voto de las bases conservadoras durante la primera vuelta, y atraería el voto de buena parte del espectro político durante la segunda: de la izquierda, el centro, la derecha e, incluso la ultraderecha que coquetea con las consignas del Frente Nacional pero que rechaza su retórica incendiaria y sus posiciones más extremas.

La elección de Fillon puede constituir, en última instancia, una mejor carta para los republicanos en su carrera para recuperar el Elíseo y para el electorado cuya primera consigna en estas elecciones es bloquear el acceso del Frente Nacional a la presidencia. Por supuesto, al mismo tiempo, su elección como la principal apuesta de la derecha y su alta probabilidad de ganar las elecciones implican también la “derechización” y la radicalización de la agenda política francesa, así como un endurecimiento en el tratamiento de problemáticas sociales de relevancia en este momento, como la seguridad frente a la amenaza terrorista o la política inmigratoria y de acogida a los refugiados. Pero si la prioridad es atajar la ola de populismo nacionalista que avanza con fuerza en Europa, una derecha ortodoxa sería vista como un “mal menor”, aun cuando, a la larga, pueda suponer asumir un costo muy alto con resultados que podrían no ser sustancialmente diferentes al del mal mayor que inicialmente se pretendía evitar.


domingo, 5 de febrero de 2017

La peligrosa fascinación por los hombres fuertes

* Publicado originalmente en Rumbo Económico el 20 de noviembre, 2016 (enlace: http://rumboeconomico.com/2016/11/20/la-peligrosa-fascinacion-por-los-hombres-fuertes-por-gabriela-rodriguez-pajares/)

A dos meses del término de su segundo mandato y con motivo de su presencia en nuestro país para participar en la Cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), resulta propicio reflexionar acerca del liderazgo del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y las implicaciones que ha tenido en la actual situación de Estados Unidos en el mundo. Más aún cuando ha coincidido en esta reunión con los líderes de países con los cuales Estados Unidos ha mantenido una larga relación conflictiva: Vladímir Putin, presidente de Rusia, y Xi Jinping, presidente de China.

Frente a la imagen de hombres fuertes de ambos gobernantes, Obama ha sido acusado de responder con lenidad ante diversas circunstancias que, de acuerdo con sus críticos, merecían respuestas más contundentes. En el caso de Siria, por ejemplo, estos alegan que la moderación de su reacción al no disponer una intervención militar en el terreno y el incumplimiento de sus advertencias a Bashar al-Assad con respecto a la “línea roja” que se atrevió a sobrepasar son contraproducentes pues genera una pérdida de credibilidad y de reputación que podría redundar en una disminución de su capacidad de disuasión ante las amenazas actuales y aquellas futuras que pudiesen presentarse. Pero, ¿esta preocupación se sostiene en fundamentos sólidos? ¿Es que acaso la contención de Obama, efectivamente, ha podido causar un efecto negativo en la imagen de Estados Unidos al proyectar vulnerabilidad?

Vale aclarar de antemano que de ninguna manera sostengo que Obama resulta una suerte de exponente máximo del pacifismo mundial. Ya anteriormente he cuestionado varios aspectos de su política exterior que dan cuenta de los grandes matices que caracterizan su administración como su condenable actuación frente al conflicto yemení, su disposición a continuar (y aumentar hasta su máximo histórico) la asistencia militar a un régimen con poco respeto por el Derecho Internacional como el israelí, o su  también reprensible disposición para ignorar las graves violaciones de derechos humanos cometidas por ciertos regímenes (como los de Uzbekistán o Arabia Saudita) a los que considera, sin embargo, sus aliados. Es decir, de ninguna manera creo que Obama es una paloma en materia de política exterior. Pero tampoco se le puede señalar como un halcón cuyo instinto primario sea el empleo de la fuerza. En ese sentido, frente a dirigentes como Putin o Xi Jinping, Obama se situaría como un moderado.

Jonathan Mercer señalaba en un artículo publicado en el 2013 en la revista Foreign Affairs que suponer que la reputación de Estados Unidos se vería mellada por no cumplir con su promesa de atacar en el caso de que Bashar al-Assad empleara armas químicas contra la población civil no se sostiene en la evidencia histórica ni en la lógica, pues, en última instancia, es imposible tener una certeza exacta de la opinión que tienen los demás de nosotros, por lo que arriesgarse a entrar en una guerra para “salvar la reputación” resulta una necedad. Stephen Walt, en un artículo reciente, sigue la misma línea, desestimando el argumento de la afectación a la reputación o al prestigio para reclamar una intervención más directa de Estados Unidos en Siria.

Walt alega comprender a quienes apoyaban esta posición remitiendo a consideraciones humanitarias. Después de todo, es difícil ver cómo podría discutirse la necesidad de una acción que permita detener el baño de sangre que tiene lugar desde hace varios años en ese país. No obstante, sí cuestiona a aquellos que lo defienden atendiendo al impacto que puede producir en la imagen de Estados Unidos, y esto porque las muchas crisis en las que decidió no intervenir no han afectado sustancialmente su situación como la principal potencia en el mundo: “[…] like other great powers, the United States has repeatedly chosen not to intervene in many large-scale humanitarian catastrophes, but without anyone concluding that the country was growing weaker, lacked the will to defend its own interests, or was becoming a ‘pitiful, helpless giant’. Moreover, these previous acts of restraint did not have any significant impact on U.S. security, prosperity, or global standing: if anything, the United States was better off for having stayed out of many of these situations”.[1] Y, en realidad, ante el funesto legado reciente de la intervención de Estados Unidos en esta región del mundo, podría suponerse que más ayuda no agravando una situación ya de por sí crítica, pues algo hay cierto: las cosas, aunque no parezca verse cómo, siempre pueden empeorar.

Por otro lado, y a contracorriente de quienes valoran la figura del hombre fuerte, vale la pena, por lo menos, preguntarnos de qué manera la popularidad internacional de la que goza Obama puede incidir negativamente en la imagen que proyecta Estados Unidos en el mundo. Y es que si algo queda claro es que con Obama esta ha mejorado después del bajón que supuso los primeros años del nuevo milenio, durante la administración de George W. Bush.

Un sondeo de la BBC World Service/GlobeScan realizado entre diciembre del 2015 y mayo de este año que comprendía una muestra de 18,313 adultos de 19 países indicaba que en 18 de ellos la mayoría de personas encuestadas estimaba positiva la doble elección de Obama en el 2008 y en el 2012.[2] Más aún, la opinión favorable que se tiene de su gobierno se extiende a la construcción de una visión positiva de Estados Unidos en el mundo, tal como se afirma en un informe de Pew Research Center publicado en junio de este año (“During the Bush era, opposition to U.S. foreign policy and rising anti-Americanism were widespread in many regions of the world, but Obama´s election in November 2008 led to a significant improvement in America’s global image”). Y así, según este mismo sondeo, en 10 de 15 países en los que se llevó a cabo la encuesta, una mayoría consideraría que Estados Unidos sigue siendo tan poderoso e importante como lo era hace una década.[3]

Por lo tanto, frente a quienes temen que la tendencia de Obama a no sucumbir a los más bajos instintos del empleo de la fuerza militar hubiese podido dañar el prestigio de Estados Unidos conviene aclarar que su preocupación no se sustenta en criterios objetivos  y podría reflejar, en realidad su propia visión del mundo, por la cual proyectan a su interpretación de la realidad internacional los principios que deberían definir las relaciones interpersonales. Es decir, este clamor por un hombre fuerte que imponga su autoridad y cuide su reputación aun recurriendo a la violencia expresa claramente una visión patriarcal del mundo en el que las características de un líder deben coincidir con las características que atribuyen a la masculinidad. Si de algo deberían preocuparse es precisamente de evitar comprometerse en más escenarios conflictivos de los cuales les costará mucho (tiempo y dinero) salir, y que, en lugar de contribuir a los fines de preservar la seguridad nacional, por el contrario, coloca a Estados Unidos en una posición más vulnerable.


Made in the USA: tras el triunfo electoral de Trump

* Publicado originalmente en Rumbo Económico el 14 de noviembre, 2016 (enlace: http://rumboeconomico.com/2016/11/14/tras-el-voto-de-trump-por-gabriela-rodriguez-pajares/)

Durante la prolongada campaña electoral para la presidencia de Estados Unidos, cada paso dado por Donald Trump que lo acercaba más a la meta era visto por la mayoría de medios de comunicación, líderes políticos, analistas, académicos, así como por el mundo empresarial y financiero con una mezcla de escepticismo, preocupación y decepción. A pesar de ello, virtualmente toda esta cúpula de poder político, económico, social y cultural consideraba que el candidato republicano no lograría pasar la línea de llegada, que se quedaría por poco, pero que finalmente, en el último momento sería contenido por un “electorado consciente” que no le permitiría dar otro paso más. Cuando fue evidente que el electorado no reaccionó como esperaban y que Trump había conseguido ganar los suficientes votos electorales para ser reconocido presidente electo, la sorpresa, la incredulidad y la desilusión alcanzaron sus cotas más altas, y muchos dijeron haber abierto los ojos ante una realidad que se les escapaba: que la mayor democracia en el mundo es una “democracia enferma”.

En ese sentido, los simpatizantes del ahora presidente electo han sido retratados constantemente como una minoría de gente despreciable, que no representa lo que Estados Unidos es en realidad. Así, básicamente, fueron divididos en dos grandes grupos: el primero formado por gente “renegada” y “resentida” con un sistema que los ha desplazado a los márgenes; y, segundo, el de la auténtica gente despreciable conformada por un espectro que comprende desde conservadores racistas hasta grupos públicamente autodefinidos como neo-nazis. Los detractores de Trump podrán alegar diversas razones para sostener que la suya es una victoria pírrica: desde que Hillary Clinton ganó el voto popular; hasta denunciar los defectos del sistema de sufragio en Estados Unidos, que delega la decisión final, en última instancia, en un Colegio Electoral y no recae directamente en el voto popular. Pero nada de eso cambia un hecho tangible: Trump obtuvo, bajo el actual sistema, los suficientes votos electorales para ser declarado ganador, desafiando la mayoría de encuestas y predicciones, que anunciaban de antemano una victoria de los demócratas. Esto conlleva una realidad concreta y a estas alturas innegable: Trump representa tanto lo que una parte significativa de la sociedad estadounidense es y piensa, como lo que no es y, asimismo, no piensa (en este caso, déjese de lado el alto ausentismo registrado, que alcanzó, según las estimaciones de U.S. Elections Project, un 43%[1]).  

En primer lugar, aquellos que se identifican a sí mismos como republicanos y acudieron a votar cerraron filas por D. Trump en, aproximadamente, la misma proporción que los demócratas lo hicieron por H.Clinton[2]. Por supuesto, no cabe sostener que los republicanos, como conjunto, apoyan íntegramente su discurso y aprueban su actuación, pero sí comparten la lealtad a su filiación partidaria. En este aspecto, por lo tanto, el voto de Trump representa tanto lo que una parte del electorado es (republicano) en contraposición de lo que no es (demócrata), así como lo que piensa (pueden votar por Trump porque piensan como él, o, en su defecto, más allá de él mismo, comparten las ideas y valores del partido) y lo que no piensa (no consideran que los demócratas representen, de forma alguna, su visión del mundo).

Segundo, a pesar de que H. Clinton pudo ganar entre los grupos con mayor educación,  el apoyo hacia Trump no fue exiguo, pues según el análisis de Pew Reserach Center sobre algunas encuestas a pie de urna, este obtuvo 43%  de votos entre aquellos con por lo menos un título universitario, 9 puntos por debajo de los conseguidos por la demócrata[3].   Por otro lado, los sectores con un  ingreso anual igual o superior a 50,000 dólares se inclinaron por D. Trump. Nate Silver- quien también predijo erróneamente una victoria demócrata- advertía en un artículo de mayo de este año, todavía durante el proceso de primarias, que en contra de lo que comúnmente se ha dicho, los partidarios de Trump no constituían, como bloque, la clase trabajadora con menores ingresos: “As compared with most Americans, Trump’s voters are better off. The median household income of a Trump voter so far in the primaries is about $72,000 […]. That’s lower than the $91,000 median for Kasich voters. But it’s well above the national median household income of about $56,000.”[4]  

Por lo menos, esto genera una interrogante, ¿acaso H.Clinton fue tan mala candidata para no poder asegurar un apoyo contundente de estos sectores frente a un personaje como Trump? Porque, en este caso, podría por lo menos sospecharse de quienes sostienen que el voto a Trump constituye una suerte de voto de protesta en contra de la globalización y de la política tradicional. ¿Es que realmente aquellos grupos bien educados y con ingresos medios y altos tienen motivos para sentirse perjudicados por la globalización y “resentidos” con el establishment político hasta el extremo de votar por un candidato como Trump?

Puede esbozarse que la tendencia al secretismo de que tanto se acusó  a H.Clinton, sus vaivenes a lo largo de su trayectoria como funcionaria pública, su más que evidente anhelo por perpetuar el apellido Clinton en la Casa Blanca o su carente capacidad de conexión con un público que busca ser conquistado le hayan suscitado una amplia antipatía entre el electorado, eso aunado a otras razones de fondo como el racismo o el machismo que permean el tejido social y que han sido persistentemente destacados como causas principales del gran rechazo que genera. Por otra parte, Trump podía resultar una figura más atractiva para el ciudadano medio. Se trata de un hombre que en términos económicos se diferencia extensamente de casi toda la población, pero no en el ámbito cultural: es un hombre con una forma de expresarse y con gustos que deben corresponder a una buena parte de la sociedad estadounidense. Así, pertenece a una élite económica, pero no política, ni intelectual. En otras palabras, y aunque supone un oxímoron, pudo ser visto como un estadounidense medio con mucho dinero.

En tercer lugar, aun cuando los latinos y afroamericanos apoyaron abrumadoramente a los demócratas, dicha movilización no superó las expectativas dadas las características particulares de una campaña en la que estos grupos fueron sistemáticamente agraviados por parte del candidato republicano. H.Clinton obtuvo una ventaja de 80 puntos entre los afroamericanos (88% a 8%), menor que la obtenida por Obama en el 2008 (91 puntos) y en el 2012 (87 puntos).[5]   Incluso entre los latinos, no consiguió la aplastante adhesión que se esperaba. Así, Trump obtuvo aproximadamente un 29% de votos dentro de este grupo, apoyo similar al logrado por Romney en el 2012 (27%) y por McCain en el 2008 (31%), mientras que la candidata demócrata, con un 65%, obtuvo un voto semejante al de Obama en el 2008 (67%), y claramente menor al conseguido por este en el 2012 (71%).[6]

Es decir, a pesar de las ofensas constantes de las que fueron objeto, la preferencia de los latinos hacia los republicanos no varió sustancialmente, lo que nos lleva a considerar que estos grupos no constituyen bloques homogéneos: sus preferencias e inclinaciones están condicionadas por un conjunto complejo de factores, que exceden algún rasgo concreto de su identidad[7]. Pensar que se trata de un conjunto sólido que piensa igual y, por lo tanto, actúa al unísono refleja más la visión estrecha de quienes lo creen que del grupo mismo al que pretenden comprender.  Adjudicar modelos de conducta a grupos de población determinados siguiendo características socioeconómicas y culturales puede inducir, como en este caso, a graves errores de cálculo.
   
Entre los múltiples análisis publicados sobre el resultado de las elecciones en Estados Unidos, se ha llamado la atención acerca de la ceguera de aquellos identificados como “líderes de opinión”, quienes vieron lo que quisieron ver, sin intentar comprender la complejidad de las dinámicas sociales que orientan las conductas políticas. Ciertamente, existe una actitud extendida entre estos sectores que lleva a sobreestimar su propia interpretación de la realidad. Nicholas Kristof resaltaba en un artículo publicado en New York Times hace unos meses que existe una pronunciada “intolerancia liberal” en la academia que limita las ventajas de la “diversidad ideológica”[8]. Pues bien, fuera del campus universitario, esa intolerancia también se manifiesta en el universo privilegiado de “líderes de opinión”. Donald Trump representa la diversidad de relaciones que tienen lugar en el complejo entramado social de un país enorme. De vez en cuando, esa diversidad tiene la oportunidad de salir a la luz y resulta una expresión clara de las muchas realidades que confluyen e interactúan en él.

En la tierra de la libertad, muchos son prisioneros

* Publicado originalmente en Rumbo Económico el 6 de noviembre, 2016 (enlace: http://rumboeconomico.com/2016/11/06/en-el-pais-de-la-libertad-muchos-son-prisioneros-por-gabriela-rodriguez-pajares/)

La reforma del sistema criminal-penitenciario en Estados Unidos se ha convertido en una preocupación compartida a lo largo del espectro político. Se trata de una consigna que ha trascendido las (cada vez más) marcadas fronteras partidarias: tanto demócratas como republicanos, liberales y conservadores, han reconocido la necesidad de enmendar los varios problemas que la aquejan. Entre ellos, uno ha recibido particular atención: el problema de mass incarceration, de la encarcelación masiva, que durante décadas ha constituido un pilar importante de la justicia penal en el país.

La Plataforma del Partido Demócrata del 2016 propone explícitamente poner fin a la encarcelación masiva, así como lo ha hecho Hillary Clinton durante la campaña electoral.[1] Por otra parte, la Plataforma del Partido Republicano, aunque más ambigua, identifica que uno de los principales problemas del sistema es la sobre criminalización, es decir, el pronunciado número de conductas infractoras a la ley consideradas crímenes punibles.[2]. Y aunque en este aspecto también se encuentren divididos, un sector de los conservadores ha denunciado los problemas derivados de la política de encarcelación masiva y ha admitido la necesidad de reformarlo.

Algunas cifras redondas dan cuenta de esta realidad. Estados Unidos es el país con mayor población penitenciaria en el mundo, aproximadamente 2.2 millones de personas han sido privadas de su libertad[3]. Esto significa que un país que representa el 5% de la población mundial alberga la cuarta parte de la población carcelaria.  Por supuesto, estas cifras por sí solas no validan la posición de quienes abogan por una reforma del sistema penitenciario. Así, son dos los principales argumentos a los que recurren los críticos de política de encarcelación masiva: primero, las dudas sobre su aporte en la reducción de los índices de criminalidad, y, segundo, y quizás aún más importante, su preservación como un reflejo de los problemas estructurales de la sociedad estadounidense.

Durante los últimos 40 años, la población penitenciaria ha crecido en, aproximadamente, 500%. Los defensores de la política de encarcelación masiva podrían escudarse en la efectividad que ha tenido este incremento para la disminución del crimen desde que alcanzara su pico a inicios de la década de 1990. Sin embargo, la evidencia no sustenta que exista una relación consistente entre ambos fenómenos. Según un estudio del Brennan Justice Center, de la Universidad de Nueva York, publicado el año pasado, existe una relación complicada entre el decrecimiento de los índices de criminalidad y el aumento de la población recluida. Entre 1990 y 2013, el crimen violento declinó en 50%, mientras que las cárceles y penales incrementaron su población en 61%. Sin embargo, si se desagrega la información, se evidencia una relación más compleja.

Entre 1990 y 1999, la población penitenciaria se incrementó en 61%, mientras el crimen violento caía en 28%. En la década siguiente, el crimen violento siguió cayendo a un nivel semejante (27%), mientras que la población carcelaria continuó ascendiendo a una tasa mucho más modesta (1%). Como dice el reporte, eso no significa que la prisión no haya tenido una incidencia en la variación de las tasas de criminalidad, pues sí pudo haber contribuido a controlarlo. Sin embargo, sostiene: “the current exorbitant level of incaceration has reached a point where diminishing returns rendered the crime reduction effect of incarceration so small, it has become nil” (pp. 7).

Esto es, en un momento, en la década de 1990, pudo haber sido un factor de relativa significación para la disminución del crimen violento, pero actualmente sus efectos son mínimos y quizás nulos. Por lo tanto, si una política implementada para cumplir una función específica ha dejado de resultar efectiva, sería conveniente replantearla y reformar aquellos aspectos que impiden que cumpla el objetivo para la que fue originalmente creada. De lo contrario, su preservación tal cual, sin alteraciones, resulta, por decirlo de alguna manera, absurda e inútil.

Aunque quizás no resulte tan inútil si se toma en cuenta que esta política funciona como un mecanismo que permite la perpetuación de estructuras que han dado forma a las relaciones sociales en Estados Unidos desde su formación como República independiente hasta la actualidad. Y es esta la segunda razón, y quizás la principal, que valida la posición de quienes la denuncian. Como lo señala un muy bien logrado documental de reciente divulgación, Amendment XVIII (cuyo nombre hace referencia a la 13° Enmienda de la Constitución que declaraba la abolición formal de la esclavitud: “Neither slavery nor involuntary servitude, except as a punishment for crime whereof the party shall have been duly convicted, shall exist within the United State, or any place subject to their jurisdiction”[4], la criminalización y la política de encarcelación masiva resultan ser instrumentos efectivos que permiten preservar la discriminación y el racismo estructural imbricados en el tejido social de la nación. Y esto es así porque afecta de manera diferenciada a distintos grupos sociales y por las implicaciones que conlleva para la población afectada.

Es evidente para todos aquellos que la cuestionan, que esta política adolece de un sesgo racial, pues afecta de forma desproporcionada a grupos minoritarios. Según la organización orientada al estudio del sistema criminal en Estados Unidos Sentencing Project, la población de color constituye el 37% de la población total, pero 67% de la penitenciaria. Así, los afroamericanos tienen más probabilidad de ser arrestados, condenados y sentenciados que los blancos americanos. Un hombre afroamericano en Estados Unidos está 6 veces más expuesto a ser encarcelado que un hombre blanco. En el caso de las mujeres, la desproporción es aún mayor: 1 de cada 111 mujeres blancas pasan algún tiempo en la cárcel durante su vida, mientras que entre las mujeres afroamericanas, la probabilidad asciende a 1/18.[5]  

Lo que sostiene el documental al que se ha hecho referencia es que no resulta una coincidencia que la lucha contra el crimen y la guerra contra las drogas comenzara a gestarse durante la década de 1970, para tomar mayor fuerza a lo largo de las décadas siguientes, precisamente pocos años después de emitida la Ley de Derechos Civiles (1964), que prohibía formalmente la discriminación en escuelas y lugares públicos. El problema, entonces, es que la política de mass incarceration, que fue propuesta como una respuesta al incremento de las tasas de crimen y de abuso de drogas, se convirtió, en realidad, en un instrumento para rescatar la discriminación estructural que sancionaba el antiguo sistema segregacionista que desde mediados de los años sesenta fue formalmente prohibido. Es decir, la idea de fondo es la perpetuación de un sistema social excluyente a través de la reinvención de los mecanismos que sirven a este objetivo, pero que han debido ser adaptados para tomar formas más sutiles, menos controvertidas, de manera que sean socialmente aceptadas. Además, la reclusión conlleva efectos colaterales sobre esta población como la inhabilitación del voto, y el mismo sistema carcelario implica una serie de incentivos económicos perversos por parte de aquellos que lucran con su preservación y expansión. Así, de alguna manera, este moderno sistema carcelario resultaría una versión renovada del antiguo sistema esclavista que la 13° Enmienda de la Constitución abolió.

En consecuencia, existen motivos suficientes para promover, como se está haciendo, una reforma al sistema criminal-penitenciario en Estados Unidos, y así poner fin a la política de encarcelación masiva. Ante las dudas con respecto a su aporte en el logro del objetivo para el que fue inicialmente creado y frente a la evidente disparidad con que afecta a distintos grupos de población, cada vez menos sectores en la escena política se ven dispuestos a defender lo que parece contar con pocos argumentos para ser defendido. Y quizás deberían considerarlo aún más seriamente ante el hecho de que esto les permitiría quitar argumentos a quienes cuestionan su autoconcebido rol como el adalid de la libertad en el mundo, al mismo tiempo que muchos de sus ciudadanos carecen de ella.