* Publicado originalmente en Rumbo Económico el 14 de noviembre, 2016 (enlace: http://rumboeconomico.com/2016/11/14/tras-el-voto-de-trump-por-gabriela-rodriguez-pajares/)
Durante la prolongada campaña
electoral para la presidencia de Estados Unidos, cada paso dado por Donald
Trump que lo acercaba más a la meta era visto por la mayoría de medios de
comunicación, líderes políticos, analistas, académicos, así como por el mundo
empresarial y financiero con una mezcla de escepticismo, preocupación y
decepción. A pesar de ello, virtualmente toda esta cúpula de poder político,
económico, social y cultural consideraba que el candidato republicano no lograría
pasar la línea de llegada, que se quedaría por poco, pero que finalmente, en el
último momento sería contenido por un “electorado consciente” que no le
permitiría dar otro paso más. Cuando fue evidente que el electorado no reaccionó
como esperaban y que Trump había conseguido ganar los suficientes votos electorales
para ser reconocido presidente electo, la sorpresa, la incredulidad y la
desilusión alcanzaron sus cotas más altas, y muchos dijeron haber abierto los
ojos ante una realidad que se les escapaba: que la mayor democracia en el mundo
es una “democracia enferma”.
En ese sentido, los simpatizantes
del ahora presidente electo han sido retratados constantemente como una minoría
de gente despreciable, que no representa lo que Estados Unidos es en realidad.
Así, básicamente, fueron divididos en dos grandes grupos: el primero formado
por gente “renegada” y “resentida” con un sistema que los ha desplazado a los
márgenes; y, segundo, el de la auténtica gente despreciable conformada por un
espectro que comprende desde conservadores racistas hasta grupos públicamente
autodefinidos como neo-nazis. Los detractores de Trump podrán alegar diversas
razones para sostener que la suya es una victoria pírrica: desde que Hillary
Clinton ganó el voto popular; hasta denunciar los defectos del sistema de
sufragio en Estados Unidos, que delega la decisión final, en última instancia,
en un Colegio Electoral y no recae directamente en el voto popular. Pero nada
de eso cambia un hecho tangible: Trump obtuvo, bajo el actual sistema, los
suficientes votos electorales para ser declarado ganador, desafiando la mayoría
de encuestas y predicciones, que anunciaban de antemano una victoria de los
demócratas. Esto conlleva una realidad concreta y a estas alturas innegable: Trump
representa tanto lo que una parte significativa de la sociedad estadounidense
es y piensa, como lo que no es y, asimismo, no piensa (en este caso, déjese de
lado el alto ausentismo registrado, que alcanzó, según las estimaciones de U.S.
Elections Project, un 43%[1]).
En primer lugar, aquellos que se
identifican a sí mismos como republicanos y acudieron a votar cerraron filas
por D. Trump en, aproximadamente, la misma proporción que los demócratas lo hicieron
por H.Clinton[2].
Por supuesto, no cabe sostener que los republicanos, como conjunto, apoyan
íntegramente su discurso y aprueban su actuación, pero sí comparten la lealtad
a su filiación partidaria. En este aspecto, por lo tanto, el voto de Trump
representa tanto lo que una parte del electorado es (republicano) en contraposición
de lo que no es (demócrata), así como lo que piensa (pueden votar por Trump
porque piensan como él, o, en su defecto, más allá de él mismo, comparten las
ideas y valores del partido) y lo que no piensa (no consideran que los
demócratas representen, de forma alguna, su visión del mundo).
Segundo, a pesar de que H. Clinton
pudo ganar entre los grupos con mayor educación, el apoyo hacia Trump no fue exiguo, pues según
el análisis de Pew Reserach Center sobre algunas encuestas a pie de urna, este
obtuvo 43% de votos entre aquellos con
por lo menos un título universitario, 9 puntos por debajo de los conseguidos
por la demócrata[3]. Por otro lado, los sectores con un ingreso anual igual o superior a 50,000
dólares se inclinaron por D. Trump. Nate Silver- quien también predijo
erróneamente una victoria demócrata- advertía en un artículo de mayo de este
año, todavía durante el proceso de primarias, que en contra de lo que
comúnmente se ha dicho, los partidarios de Trump no constituían, como bloque,
la clase trabajadora con menores ingresos: “As compared with most Americans,
Trump’s voters are better off. The median household income of a Trump voter so
far in the primaries is about $72,000 […]. That’s lower than the $91,000 median
for Kasich voters. But it’s well above the national median household income of
about $56,000.”[4]
Por lo menos, esto genera una
interrogante, ¿acaso H.Clinton fue tan mala candidata para no poder asegurar un
apoyo contundente de estos sectores frente a un personaje como Trump? Porque,
en este caso, podría por lo menos sospecharse de quienes sostienen que el voto
a Trump constituye una suerte de voto de protesta en contra de la globalización
y de la política tradicional. ¿Es que realmente aquellos grupos bien educados y
con ingresos medios y altos tienen motivos para sentirse perjudicados por la
globalización y “resentidos” con el establishment
político hasta el extremo de votar por un candidato como Trump?
Puede esbozarse que la tendencia
al secretismo de que tanto se acusó a H.Clinton,
sus vaivenes a lo largo de su trayectoria como funcionaria pública, su más que
evidente anhelo por perpetuar el apellido Clinton en la Casa Blanca o su
carente capacidad de conexión con un público que busca ser conquistado le hayan
suscitado una amplia antipatía entre el electorado, eso aunado a otras razones
de fondo como el racismo o el machismo que permean el tejido social y que han
sido persistentemente destacados como causas principales del gran rechazo que
genera. Por otra parte, Trump podía resultar una figura más atractiva para el
ciudadano medio. Se trata de un hombre que en términos económicos se diferencia
extensamente de casi toda la población, pero no en el ámbito cultural: es un
hombre con una forma de expresarse y con gustos que deben corresponder a una
buena parte de la sociedad estadounidense. Así, pertenece a una élite
económica, pero no política, ni intelectual. En otras palabras, y aunque supone
un oxímoron, pudo ser visto como un estadounidense medio con mucho dinero.
En tercer lugar, aun cuando los latinos y
afroamericanos apoyaron abrumadoramente a los demócratas, dicha movilización no
superó las expectativas dadas las características particulares de una campaña
en la que estos grupos fueron sistemáticamente agraviados por parte del
candidato republicano. H.Clinton obtuvo una ventaja de 80 puntos entre los
afroamericanos (88% a 8%), menor que la obtenida por Obama en el 2008 (91
puntos) y en el 2012 (87 puntos).[5] Incluso entre los latinos, no consiguió la
aplastante adhesión que se esperaba. Así, Trump obtuvo aproximadamente un 29%
de votos dentro de este grupo, apoyo similar al logrado por Romney en el 2012
(27%) y por McCain en el 2008 (31%), mientras que la candidata demócrata, con
un 65%, obtuvo un voto semejante al de Obama en el 2008 (67%), y claramente menor
al conseguido por este en el 2012 (71%).[6]
Es decir, a pesar de las ofensas
constantes de las que fueron objeto, la preferencia de los latinos hacia los
republicanos no varió sustancialmente, lo que nos lleva a considerar que estos
grupos no constituyen bloques homogéneos: sus preferencias e inclinaciones
están condicionadas por un conjunto complejo de factores, que exceden algún
rasgo concreto de su identidad[7].
Pensar que se trata de un conjunto sólido que piensa igual y, por lo tanto,
actúa al unísono refleja más la visión estrecha de quienes lo creen que del
grupo mismo al que pretenden comprender.
Adjudicar modelos de conducta a grupos de población determinados
siguiendo características socioeconómicas y culturales puede inducir, como en
este caso, a graves errores de cálculo.
Entre los múltiples análisis publicados
sobre el resultado de las elecciones en Estados Unidos, se ha llamado la
atención acerca de la ceguera de aquellos identificados como “líderes de
opinión”, quienes vieron lo que quisieron ver, sin intentar comprender la
complejidad de las dinámicas sociales que orientan las conductas políticas.
Ciertamente, existe una actitud extendida entre estos sectores que lleva a
sobreestimar su propia interpretación de la realidad. Nicholas Kristof
resaltaba en un artículo publicado en New
York Times hace unos meses que existe una pronunciada “intolerancia
liberal” en la academia que limita las ventajas de la “diversidad ideológica”[8].
Pues bien, fuera del campus universitario, esa
intolerancia también se manifiesta en el universo privilegiado de “líderes de
opinión”. Donald Trump representa la diversidad de relaciones que tienen lugar
en el complejo entramado social de un país enorme. De vez en
cuando, esa diversidad tiene la oportunidad de salir a la luz y resulta una
expresión clara de las muchas realidades que confluyen e interactúan en él.
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