domingo, 5 de febrero de 2017

Sí. Es Donald Trump

* Publicado originalmente en Rumbo Económico el 23 de octubre, 2016

En un artículo reciente, un columnista del diario El Comercio ha expresado su poca disimulada simpatía hacia el candidato republicano Donald Trump, empleando, precisamente, el mismo estilo desplegado por aquel: atacando a quienes han mostrado rechazo a su candidatura y han advertido del peligro que supondría un eventual gobierno suyo. En lugar de fundamentar claramente qué elementos rescata de su discurso y de sus propuestas, recurre al ataque personal con el fin de desacreditar a sus detractores: los Clinton, la ONU, el diario The New York Times, entre otros. Al contrario de lo que se pueda pensar, coincido con él en un aspecto: Donald Trump no es un mal candidato porque otros lo digan. Y esto es así porque mis cuestionamientos a su candidatura no se basan en la opinión que otros tengan sobre él, sino que están dirigidas a él mismo. Así, aquello que lo descalifica y lo convierte en un potencial peligro para el sistema político y la sociedad estadounidense es principalmente el discurso esgrimido y los nocivos efectos prácticos que este conlleva.

Donald Trump ha basado su campaña en el retrato de un Estados Unidos en decadencia, en franco declive ante la inacción e indiferencia del establishment político y la rapacidad de los grandes grupos de poder económico, pero, sobre todo, por la acción de distintos agentes externos que asedian a una sociedad que no ha sabido reaccionar. De esta forma, ha forjado la imagen de una nación acechada por elementos extraños, que serían una suerte de depredadores que se han alimentado constantemente de su incauta presa. En ese sentido, su discurso ha buscado constantemente establecer límites entre una “comunidad americana original” y aquellos que se sitúan afuera de ella, identificando precisamente en esos elementos ajenos a los principales responsables de los problemas y las frustraciones de quienes sí forman parte de ella. Y entre estos agentes perturbadores de la sociedad original americana apunta con dedicada persistencia a los peligros que suponen algunos elementos invasores como lo serían los inmigrantes ilegales y los refugiados.

Así, un primer problema es que su discurso se ha construido, en buena parte, sobre la base de prejuicios arraigados, información inexacta y mentiras deliberadas con el fin de desorientar a un público que comparte en distintos grados esas ideas como parte de una suerte de “sentido común”. Una medición del portal PolitiFact acerca de las declaraciones públicas de los principales candidatos presidenciales señala que aproximadamente el 70% de lo que dice Donald Trump son mentiras parciales o en su totalidad (mientras que según este mismo estudio, el índice se reduce a menos del 30% en el caso de Hillary Clinton).[1]

Habría que recordar que algunas de sus principales afirmaciones acerca de las consecuencias negativas que conlleva la aceptación de inmigrantes ilegales y refugiados en el país pueden ser objetadas a partir de estudios fiables e investigaciones sobre el tema: los inmigrantes de primera generación, ya sean ilegales o no, no son más propensos que la población local a involucrarse en prácticas delictivas o criminales (y a presentar conductas antisociales), así como tampoco la evidencia confirma los temores comunes acerca de una relación directa y causal entre refugiados y terrorismo. Siguiendo esta tendencia, tampoco tiene sustento su acusación constante acerca de la carga que presuntamente suponen los inmigrantes ilegales para las arcas estatales y federales, al beneficiarse de los servicios sociales sin aportar al erario público a través del pago de impuestos. Este parece ser otro caso de información inexacta o premeditadamente adulterada, pues según un estudio del  Institute on Taxation & Economic Policy de febrero de este año, los inmigrantes ilegales pagan como promedio un 8% de sus ingresos en concepto de impuestos, aporte contributivo superior al del grupo que conforma el 1% de los mayores contribuyentes, quienes, como promedio, solo pagan el 5.4% de sus ingresos en impuestos. Así, la contribución de una población estimada en 11 millones de inmigrantes ilegales ascendería a aproximadamente 11 mil millones de dólares.[2]

Frente a las pruebas abrumadoras que confirman las críticas dirigidas a este candidato acerca de su tendencia a recurrir a verdades a medias, en el mejor de los casos, y a mentiras categóricas (y hasta descaradas), en el peor, algunos podrían alegar un hecho que es también ampliamente conocido: todos los políticos, en alguna medida, mienten. Más allá de que esta verdad lamentable pretenda ser utilizada como justificación para avalar el mensaje abiertamente excluyente y claramente discriminador del candidato republicano, hay que tener en cuenta que su discurso puede y tiene efectos perniciosos reales. Entonces, el problema no se restringe a que Donald Trump mienta y lo haga con mayor frecuencia que otros candidatos, sino al tipo de discurso que ha compuesto el núcleo de su campaña y a su impacto real en la sociedad y en la política estadounidense. Y no solo hay que contemplar las consecuencias a futuro, sino las que están teniendo lugar. Porque su mensaje expresa corrientes de pensamiento y actitudes que ya se encuentran bastante fijas en ciertos sectores de la sociedad, pero que el candidato ha permitido situar en la palestra pública y en un primer plano. Es decir, lo que lo convierte ya en un peligro es que ha permitido convertir mensajes marginales en parte del mainstream

Habría que tener en consideración que connotados líderes del Alt-Right (corriente heterogénea que abarca un amplio espectro de grupos de derecha, desde conservadores hasta movimientos abiertamente neo-nazis) han manifestado públicamente su apoyo al candidato republicano. Y entre ellos se encuentran algunos de los más prominentes representantes de los supremacistas blancos, como David Duke o Jared Taylor, quienes han admitido que su respaldo no está condicionado a su reconocimiento. Es decir, Trump puede incluso pretender ignorar quiénes son- como lo ha hecho-, pero precisamente porque son las ideas que comprenden su mensaje lo que rescatan y no su liderazgo, están dispuestos a tolerar la indiferencia y el rechazo del que son objeto.

Pero no es solo que Trump goce del objetable apoyo de grupos extremistas, sino que este mismo mensaje que respaldan valida un escenario en el que ya se registran tensiones sociales. Por ejemplo, según una investigación del Centro para el Estudio del Odio y del Extremismo, de la Universidad Estatal de California, San Bernardino, que analiza data recogida de 20 estados con el fin de medir la incidencia de crímenes de odio, el año pasado se habría registrado un incremento total de 5.03% con respecto al 2014. Y habría que destacar que uno de los mayores incrementos involucra incidentes contra la población de religión musulmana (con un aumento de 78.2%), lo que constituye un segundo pico desde la década de 1990, solo por debajo de los ataques registrados tras los atentados del 11 de setiembre.[3] Y esto en consonancia con una de las promesas más consistentes de Donald Trump dirigida a las restricciones del ingreso al país de refugiados sirios y de inmigrantes musulmanes- quienes podrían ser sometidos a un “test ideológico”-, a quienes ha calificado casi indistintamente como potenciales terroristas. Si este discurso no azuza las tensiones sociales que, como se ha visto, ya existen y resultan preocupantes, por lo menos puede alegarse que ofrece un nulo incentivo para que estas puedan superarse.

Por lo tanto, una de las principales razones- entre otras que puedan presentarse- que sustentan la descalificación de Donald Trump para el ejercicio de la presidencia de Estados Unidos (y de cualquier otro país) es el tipo de discurso excluyente, basado en premisas falsas o intencionalmente manipuladas, que condensa una serie de actitudes discriminatorias y prejuicios impregnados en diversos sectores de la sociedad- xenofobia, islamofobia, racismo, etc.- y que suponen un serio riesgo por las perturbaciones que ya están generando y que no pueden más que verse estimuladas por un mensaje que elige a objetivos determinados- y es situación de desventaja- a través de los cuales canalizar las frustraciones y desengaños producto de un sistema que ha encumbrado a unos  pocos, desplazado a otros y estancado a muchos. Por lo tanto, en contra de lo que puede aducirse, Donald Trump no es un mal candidato por lo que diga el establishment político de Estados Unidos, los organismos internacionales o los líderes políticos de otros países: lo es por lo que dice, lo que hace y las implicaciones inmediatas y potenciales que conlleva. A menos que se asuma, claro, que no deba hacerse responsable por las consecuencias de sus propias acciones. Entonces, todo tendría más sentido.



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