* Publicado originalmente en Rumbo Económico el 23 de octubre, 2016
En un artículo reciente, un columnista
del diario El Comercio ha expresado
su poca disimulada simpatía hacia el candidato republicano Donald Trump,
empleando, precisamente, el mismo estilo desplegado por aquel: atacando a
quienes han mostrado rechazo a su candidatura y han advertido del peligro que
supondría un eventual gobierno suyo. En lugar de fundamentar claramente qué
elementos rescata de su discurso y de sus propuestas, recurre al ataque
personal con el fin de desacreditar a sus detractores: los Clinton, la ONU, el
diario The New York Times, entre
otros. Al contrario de lo que se pueda pensar, coincido con él en un aspecto:
Donald Trump no es un mal candidato porque otros lo digan. Y esto es así porque
mis cuestionamientos a su candidatura no se basan en la opinión que otros
tengan sobre él, sino que están dirigidas a él mismo. Así, aquello que lo
descalifica y lo convierte en un potencial peligro para el sistema político y
la sociedad estadounidense es principalmente el discurso esgrimido y los
nocivos efectos prácticos que este conlleva.
Donald Trump ha basado su campaña
en el retrato de un Estados Unidos en decadencia, en franco declive ante la
inacción e indiferencia del establishment
político y la rapacidad de los grandes grupos de poder económico, pero, sobre
todo, por la acción de distintos agentes externos que asedian a una sociedad que
no ha sabido reaccionar. De esta forma, ha forjado la imagen de una nación acechada
por elementos extraños, que serían una suerte de depredadores que se han
alimentado constantemente de su incauta presa. En ese sentido, su discurso ha
buscado constantemente establecer límites entre una “comunidad americana
original” y aquellos que se sitúan afuera de ella, identificando precisamente
en esos elementos ajenos a los principales responsables de los problemas y las
frustraciones de quienes sí forman parte de ella. Y entre estos agentes
perturbadores de la sociedad original americana apunta con dedicada
persistencia a los peligros que suponen algunos elementos invasores como lo
serían los inmigrantes ilegales y los refugiados.
Así, un primer problema es que su
discurso se ha construido, en buena parte, sobre la base de prejuicios
arraigados, información inexacta y mentiras deliberadas con el fin de
desorientar a un público que comparte en distintos grados esas ideas como parte
de una suerte de “sentido común”. Una medición del portal PolitiFact acerca de
las declaraciones públicas de los principales candidatos presidenciales señala
que aproximadamente el 70% de lo que dice Donald Trump son mentiras parciales o
en su totalidad (mientras que según este mismo estudio, el índice se reduce a
menos del 30% en el caso de Hillary Clinton).[1]
Habría que recordar que algunas
de sus principales afirmaciones acerca de las consecuencias negativas que
conlleva la aceptación de inmigrantes ilegales y refugiados en el país pueden
ser objetadas a partir de estudios fiables e investigaciones sobre el tema: los
inmigrantes de primera generación, ya sean ilegales o no, no son más propensos
que la población local a involucrarse en prácticas delictivas o criminales (y a
presentar conductas antisociales), así como tampoco la evidencia confirma los
temores comunes acerca de una relación directa y causal entre refugiados y
terrorismo. Siguiendo esta tendencia, tampoco tiene sustento su acusación
constante acerca de la carga que presuntamente suponen los inmigrantes ilegales
para las arcas estatales y federales, al beneficiarse de los servicios sociales
sin aportar al erario público a través del pago de impuestos. Este parece ser
otro caso de información inexacta o premeditadamente adulterada, pues según un
estudio del Institute on Taxation &
Economic Policy de febrero de este año, los inmigrantes ilegales pagan como
promedio un 8% de sus ingresos en concepto de impuestos, aporte contributivo superior
al del grupo que conforma el 1% de los mayores contribuyentes, quienes, como
promedio, solo pagan el 5.4% de sus ingresos en impuestos. Así, la contribución
de una población estimada en 11 millones de inmigrantes ilegales ascendería a
aproximadamente 11 mil millones de dólares.[2]
Frente a las pruebas abrumadoras
que confirman las críticas dirigidas a este candidato acerca de su tendencia a
recurrir a verdades a medias, en el mejor de los casos, y a mentiras
categóricas (y hasta descaradas), en el peor, algunos podrían alegar un hecho
que es también ampliamente conocido: todos los políticos, en alguna medida,
mienten. Más allá de que esta verdad lamentable pretenda ser utilizada como
justificación para avalar el mensaje abiertamente excluyente y claramente
discriminador del candidato republicano, hay que tener en cuenta que su
discurso puede y tiene efectos perniciosos reales. Entonces, el problema no se
restringe a que Donald Trump mienta y lo haga con mayor frecuencia que otros
candidatos, sino al tipo de discurso que ha compuesto el núcleo de su campaña y
a su impacto real en la sociedad y en la política estadounidense. Y no solo hay
que contemplar las consecuencias a futuro, sino las que están teniendo lugar.
Porque su mensaje expresa corrientes de pensamiento y actitudes que ya se
encuentran bastante fijas en ciertos sectores de la sociedad, pero que el
candidato ha permitido situar en la palestra pública y en un primer plano. Es
decir, lo que lo convierte ya en un peligro es que ha permitido convertir
mensajes marginales en parte del mainstream.
Habría que tener en consideración
que connotados líderes del Alt-Right
(corriente heterogénea que abarca un amplio espectro de grupos de derecha, desde
conservadores hasta movimientos abiertamente neo-nazis) han manifestado
públicamente su apoyo al candidato republicano. Y entre ellos se encuentran
algunos de los más prominentes representantes de los supremacistas blancos,
como David Duke o Jared Taylor, quienes han admitido que su respaldo no está
condicionado a su reconocimiento. Es decir, Trump puede incluso pretender
ignorar quiénes son- como lo ha hecho-, pero precisamente porque son las ideas
que comprenden su mensaje lo que rescatan y no su liderazgo, están dispuestos a
tolerar la indiferencia y el rechazo del que son objeto.
Pero no es solo que Trump goce
del objetable apoyo de grupos extremistas, sino que este mismo mensaje que
respaldan valida un escenario en el que ya se registran tensiones sociales. Por
ejemplo, según una investigación del Centro para el Estudio del Odio y del
Extremismo, de la Universidad Estatal de California, San Bernardino, que
analiza data recogida de 20 estados con el fin de medir la incidencia de
crímenes de odio, el año pasado se habría registrado un incremento total de 5.03%
con respecto al 2014. Y habría que destacar que uno de los mayores incrementos
involucra incidentes contra la población de religión musulmana (con un aumento
de 78.2%), lo que constituye un segundo pico desde la década de 1990, solo por
debajo de los ataques registrados tras los atentados del 11 de setiembre.[3]
Y esto en consonancia con una de las promesas más consistentes de Donald Trump
dirigida a las restricciones del ingreso al país de refugiados sirios y de
inmigrantes musulmanes- quienes podrían ser sometidos a un “test ideológico”-,
a quienes ha calificado casi indistintamente como potenciales terroristas. Si
este discurso no azuza las tensiones sociales que, como se ha visto, ya existen
y resultan preocupantes, por lo menos puede alegarse que ofrece un nulo
incentivo para que estas puedan superarse.
Por lo tanto, una de las
principales razones- entre otras que puedan presentarse- que sustentan la
descalificación de Donald Trump para el ejercicio de la presidencia de Estados
Unidos (y de cualquier otro país) es el tipo de discurso excluyente, basado en
premisas falsas o intencionalmente manipuladas, que condensa una serie de
actitudes discriminatorias y prejuicios impregnados en diversos sectores de la
sociedad- xenofobia, islamofobia, racismo, etc.- y que suponen un serio riesgo
por las perturbaciones que ya están generando y que no pueden más que verse
estimuladas por un mensaje que elige a objetivos determinados- y es situación
de desventaja- a través de los cuales canalizar las frustraciones y desengaños
producto de un sistema que ha encumbrado a unos pocos, desplazado a otros y estancado a
muchos. Por lo tanto, en contra de lo que puede aducirse, Donald Trump no es un
mal candidato por lo que diga el establishment
político de Estados Unidos, los organismos internacionales o los líderes
políticos de otros países: lo es por lo que dice, lo que hace y las
implicaciones inmediatas y potenciales que conlleva. A menos que se asuma,
claro, que no deba hacerse responsable por las consecuencias de sus propias
acciones. Entonces, todo tendría más sentido.
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