* Publicado originalmente en Rumbo Económico el 6 de noviembre, 2016 (enlace: http://rumboeconomico.com/2016/11/06/en-el-pais-de-la-libertad-muchos-son-prisioneros-por-gabriela-rodriguez-pajares/)
La reforma del sistema criminal-penitenciario
en Estados Unidos se ha convertido en una preocupación compartida a lo largo
del espectro político. Se trata de una consigna que ha trascendido las (cada
vez más) marcadas fronteras partidarias: tanto demócratas como republicanos,
liberales y conservadores, han reconocido la necesidad de enmendar los varios
problemas que la aquejan. Entre ellos, uno ha recibido particular atención: el
problema de mass incarceration, de la
encarcelación masiva, que durante décadas ha constituido un pilar importante de
la justicia penal en el país.
La Plataforma del Partido
Demócrata del 2016 propone explícitamente poner fin a la encarcelación masiva,
así como lo ha hecho Hillary Clinton durante la campaña electoral.[1]
Por otra parte, la Plataforma del Partido Republicano, aunque más ambigua,
identifica que uno de los principales problemas del sistema es la sobre criminalización, es decir, el
pronunciado número de conductas infractoras a la ley consideradas crímenes punibles.[2].
Y aunque en este aspecto también se encuentren divididos, un sector de los
conservadores ha denunciado los problemas derivados de la política de encarcelación
masiva y ha admitido la necesidad de reformarlo.
Algunas cifras redondas dan
cuenta de esta realidad. Estados Unidos es el país con mayor población
penitenciaria en el mundo, aproximadamente 2.2 millones de personas han sido
privadas de su libertad[3].
Esto significa que un país que representa el 5% de la población mundial alberga
la cuarta parte de la población carcelaria. Por supuesto, estas cifras por sí solas no
validan la posición de quienes abogan por una reforma del sistema penitenciario.
Así, son dos los principales argumentos a los que recurren los críticos de política
de encarcelación masiva: primero, las dudas sobre su aporte en la reducción de
los índices de criminalidad, y, segundo, y quizás aún más importante, su preservación
como un reflejo de los problemas estructurales de la sociedad estadounidense.
Durante los últimos 40 años, la
población penitenciaria ha crecido en, aproximadamente, 500%. Los defensores de
la política de encarcelación masiva podrían escudarse en la efectividad que ha
tenido este incremento para la disminución del crimen desde que alcanzara su
pico a inicios de la década de 1990. Sin embargo, la evidencia no sustenta que
exista una relación consistente entre ambos fenómenos. Según un estudio del
Brennan Justice Center, de la Universidad de Nueva York, publicado el año
pasado, existe una relación complicada entre el decrecimiento de los índices de
criminalidad y el aumento de la población recluida. Entre 1990 y 2013, el
crimen violento declinó en 50%, mientras que las cárceles y penales
incrementaron su población en 61%. Sin embargo, si se desagrega la información,
se evidencia una relación más compleja.
Entre 1990 y 1999, la población
penitenciaria se incrementó en 61%, mientras el crimen violento caía en 28%. En
la década siguiente, el crimen violento siguió cayendo a un nivel semejante
(27%), mientras que la población carcelaria continuó ascendiendo a una tasa
mucho más modesta (1%). Como dice el reporte, eso no significa que la prisión
no haya tenido una incidencia en la variación de las tasas de criminalidad, pues
sí pudo haber contribuido a controlarlo. Sin embargo, sostiene: “the current
exorbitant level of incaceration has reached a point where diminishing returns
rendered the crime reduction effect of incarceration so small, it has become
nil” (pp. 7).
Esto es, en un momento, en la
década de 1990, pudo haber sido un factor de relativa significación para la
disminución del crimen violento, pero actualmente sus efectos son mínimos y
quizás nulos. Por lo tanto, si una política implementada para cumplir una
función específica ha dejado de resultar efectiva, sería conveniente replantearla
y reformar aquellos aspectos que impiden que cumpla el objetivo para la que fue
originalmente creada. De lo contrario, su preservación tal cual, sin
alteraciones, resulta, por decirlo de alguna manera, absurda e inútil.
Aunque quizás no resulte tan
inútil si se toma en cuenta que esta política funciona como un mecanismo que
permite la perpetuación de estructuras que han dado forma a las relaciones
sociales en Estados Unidos desde su formación como República independiente
hasta la actualidad. Y es esta la segunda razón, y quizás la principal, que
valida la posición de quienes la denuncian. Como lo señala un muy bien logrado
documental de reciente divulgación, Amendment
XVIII (cuyo nombre hace referencia a la 13° Enmienda de la Constitución que
declaraba la abolición formal de la esclavitud: “Neither slavery nor
involuntary servitude, except as a punishment for crime whereof the party shall
have been duly convicted, shall exist within the United State, or any place
subject to their jurisdiction”[4],
la criminalización y la política de encarcelación masiva resultan ser
instrumentos efectivos que permiten preservar la discriminación y el racismo estructural
imbricados en el tejido social de la nación. Y esto es así porque afecta de
manera diferenciada a distintos grupos sociales y por las implicaciones que
conlleva para la población afectada.
Es evidente para todos aquellos
que la cuestionan, que esta política adolece de un sesgo racial, pues afecta de forma desproporcionada a grupos
minoritarios. Según la organización orientada al estudio del sistema criminal
en Estados Unidos Sentencing Project, la población de color constituye el 37%
de la población total, pero 67% de la penitenciaria. Así, los afroamericanos
tienen más probabilidad de ser arrestados, condenados y sentenciados que los
blancos americanos. Un hombre afroamericano en Estados Unidos está 6 veces más
expuesto a ser encarcelado que un hombre blanco. En el caso de las mujeres, la
desproporción es aún mayor: 1 de cada 111 mujeres blancas pasan algún tiempo en
la cárcel durante su vida, mientras que entre las mujeres afroamericanas, la
probabilidad asciende a 1/18.[5]
Lo que sostiene el documental al
que se ha hecho referencia es que no resulta una coincidencia que la lucha
contra el crimen y la guerra contra las drogas comenzara a gestarse durante la
década de 1970, para tomar mayor fuerza a lo largo de las décadas siguientes,
precisamente pocos años después de emitida la Ley de Derechos Civiles (1964),
que prohibía formalmente la discriminación en escuelas y lugares públicos. El
problema, entonces, es que la política de mass
incarceration, que fue propuesta como una respuesta al incremento de las
tasas de crimen y de abuso de drogas, se convirtió, en realidad, en un
instrumento para rescatar la discriminación estructural que sancionaba el
antiguo sistema segregacionista que desde mediados de los años sesenta fue
formalmente prohibido. Es decir, la idea de fondo es la perpetuación de un
sistema social excluyente a través de la reinvención de los mecanismos que sirven
a este objetivo, pero que han debido ser adaptados para tomar formas más
sutiles, menos controvertidas, de manera que sean socialmente aceptadas. Además,
la reclusión conlleva efectos colaterales sobre esta población como la
inhabilitación del voto, y el mismo sistema carcelario implica una serie de
incentivos económicos perversos por parte de aquellos que lucran con su
preservación y expansión. Así, de alguna manera, este moderno sistema
carcelario resultaría una versión renovada del antiguo sistema esclavista que
la 13° Enmienda de la Constitución abolió.
En consecuencia, existen motivos
suficientes para promover, como se está haciendo, una reforma al sistema criminal-penitenciario
en Estados Unidos, y así poner fin a la política de encarcelación masiva. Ante
las dudas con respecto a su aporte en el logro del objetivo para el que fue
inicialmente creado y frente a la evidente disparidad con que afecta a
distintos grupos de población, cada vez menos sectores en la escena política se
ven dispuestos a defender lo que parece contar con pocos argumentos para ser
defendido. Y quizás deberían considerarlo aún más seriamente ante el hecho de
que esto les permitiría quitar argumentos a quienes cuestionan su autoconcebido
rol como el adalid de la libertad en el mundo, al mismo tiempo que muchos de
sus ciudadanos carecen de ella.
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